Fue por mayo cuando lo descubrió. La sorpresa fue mayúscula. Al principio pensó en arrancársela de cuajo, pero ¿y si brotaba con más fuerza ?. La parte del cuerpo donde sucedió era visible, pues se trataba de la mano, concretamente la derecha. Podrían verlo todo el mundo, y eso le preocupaba; se sentía azorado, confundido.
Y así transcurrieron los días: paseaba con guantes, para evitar escándalos. Y cada día crecía un poco más. No sabía qué hacer. El asunto se le escapaba de las manos, y nunca mejor dicho.
Una vez en casa, dormitando la siesta, sintió un revoloteo a su alrededor. Era una abeja, que había acudido al olor. Había crecido lo suficiente como para ser vista a unos cuantos metros. Era blanca y delicada. Y desprendía un aroma exquisito, lo cual no mermaba la extrañeza del señor Hudson de poseer una flor de jazmín en el dorso de la mano.
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