Como cada día, Clara abrió la ventana a la noche. Estiró desperezando sus alas de libélula y bostezó. Fuera las calles iluminadas de colores y figuras navideñas. Dio un salto por el balcón florido y comenzó a volar. Planeó sobre los abetos adornados.
Un transeúnte la señaló con el dedo, cual si formase parte de un espectáculo. Un niño la observó boquiabierto. Clara volaba a baja altura, y esto le permitió contemplar con más detalle las calles iluminadas de la ciudad.
Clara era aceptada como una atracción más y ella se sentía feliz así. Tomó altura y vio la ciudad esplendorosa, como un mosaico de luces. Comenzó a nevar fuertemente y Clara decidió que era el momento de volver.
Se refugió en casa, entrando por el balcón, y se dispuso a encender la chimenea tras cerrar las ventanas. Calentó sus manos un poco y se volvió para secar sus maltrechas alas. Así estuvo un buen rato. Una vez caldeada, se preparó un café.
Clara era aceptada por el vecindario, acostumbrado a la peculiaridad de portar alas a su espalda.
Aquella noche la nevada no cesó, y Clara se reconfortó con su chimenea y su café.
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